ÉLMER MENDOZA, PREMIO TUSQUETS
“Si no has leído 500 libros, no puedes escribir uno”
Un día a una amiga le mataron a su mejor amigo. Me la encontré y me lo contó. No paraba de llorar. Se le escurrían las lágrimas por la cara. Mientras me lo dice, me estoy imaginando un muerto en una cama, en una casa. Esa muerte es el principio de la historia”, dice a Crítica de la Argentina desde su casa soleada en Culiacán, en el norte de México, Élmer Mendoza, el escritor que con Balas de plata –la historia que comienza con el hombre muerto en su cama– ganó por unanimidad el III Premio Tusquets Editores de Novela, en noviembre de 2007, con un jurado presidido por Juan Marsé, con Almudena Grandes, Jorge Edwards, Evelio Rosero y Beatriz de Moura.
Sin embargo, el llanto de su amiga no lo terminó de decidir para continuar con la historia. “Después me encontré con otra amiga, amiga de amiga, que me contó una versión parecida con un par de cosas distintas. Estuve doce años con eso y no se me ocurría un final. Comencé a escribirla sin saber quién era el asesino.”
–¿Cuándo apareció el asesino?
–Cuando llegué al capítulo 31 supe quién era. Entonces vuelvo al uno y empiezo a afinar la trama para que el culpable realmente lo fuera pero ¡qué te cuento que cuando llego al capítulo 44 tengo una revelación! ¡Apareció otro asesino!
–¿Qué hizo ahí?
–Fue durísimo. Paré, cerré la máquina y le dije a mi esposa “¿sabes qué? ¡Vámonos a la playa!”. Nos quedamos cuatro días, la tenía abrumada a mi mujer hasta que al final decidí que fuera el primero de los que había pensado.
–¿Qué descubre un lector extranjero sobre México leyendo Balas de plata?
–Creo que puede tener una percepción de lo que es un sector de la sociedad, de la delincuencia organizada, una percepción de la corrupción en la policía, en los funcionarios de poder intermedio. Fíjate que cuando leí Plata quemada de Ricardo Piglia una de las cosas que más me golpeó fue la expresión “mexicanear”. Piglia dice algo así como “mexicanear a la policía”, ese caló.
–Aquí en el lunfardo delictivo es cuando un ladrón les roba a sus propios compañeros un botín conseguido entre todos.
–Acabo de enterarme. Para mí ¡qué golpe fue esa expresión ahí! Esa percepción que hay sobre México en el mundo.
–El libro es una investigación policial de un asesinato que se va complicando con el narcotráfico, con tráfico de influencias, con corrupción policial, que no deja espacio para la esperanza, ¿por qué?
–Sí, deja poco espacio para la esperanza porque en realidad no hay esperanza. Nosotros en México no tenemos mucha esperanza, si no tenemos en quien confiar, si los funcionarios de la procuraduría, del ejército, de la policía no son confiables, es imposible pasarlo bien.
–¿Escribió entonces un policial negro de denuncia?
–No creo que la literatura tenga una vocación de denuncia. Con la experiencia que tengo en lecturas de textos que han tenido esa aspiración puedo decir que no han funcionado. Creo que la denuncia solamente no hace que un libro se sostenga. En el caso de la literatura negra policíaca, creo que planta una sociedad real y sobre todo planta sus debilidades. Cada sociedad engendra a sus propios delincuentes. Balas de plata puede servir como un testimonio no intencional ni politizado de una sociedad de principios de siglo XXI. Pero creo también que no es lo principal, creo que el fallo de muchos policiales es que se queden ahí. No se ve a un escritor que maneje un estilo, con ritmos narrativos. Soy un escritor de algo así como el solar de James Joyce, Cortázar, Macedonio Fernández. No tengo un solo libro de Macedonio porque todos se los he pasado a alguno de mis alumnos en la escuela de novelistas. Hay otras cosas en la novela negra, los temas no son tan importantes, escribiré más sobre eso, sobre la ética.
–¿Escuela de novelistas? ¿Qué es? ¿Una institución del Estado, de la universidad?
–Tenemos financiamiento del Estado y damos un curso de dos años. Son dos años solamente porque los alumnos no resisten más tiempo. Enseñamos un método a base de ejercicios muy intensos. Se trata de escribir un proyecto de 16 capítulos, con cuatro páginas por capítulo. Ahí vemos lo que tiene que ver con crear tensión dramática, la corrección, la puntuación, los ritmos, los tonos, los enigmas, crear perturbaciones dentro del texto para enganchar al lector. Establecemos un severo programa de lectura, porque decimos que si no has leído 500 no puedes escribir uno. Eso, al comienzo, a los chicos como que les da risa y cuando van avanzando y variando ven lo importante que es. Ahora hay que leer a Saer, ahora a Roncagliolo, y vamos con un norteamericano, y vamos a los rusos del siglo XIX y se dan cuenta de que es un asunto muy serio, que hay estilos, presentación de personajes, la creación de un discurso que te provoque un estado de ánimo. Todo eso lo tienen que aprender y eso se aprende despacio y se aprende a verlo y detectarlo en los libros y hay que saber detectarlo. Es un curso muy práctico, no definimos la novela, ni la muerte de la novela (ríe).
–¿Usa deliberadamente comidas y música para describir a sus personajes?
–Hay momentos en que cada uno de los elementos debe tener un sentido estético de lograr algo, un efecto. En los dos casos, tanto la comida como la música, son muy importantes para mí y para mis personajes, son elementos muy afectivos.
Cuando la confusión es deliberada
Vértigo y desesperanza son las palabras que mejor definen esta novela vibrante de Élmer Mendoza. Una deliberada confusión de nombres y personajes, de narradores, víctimas y victimarios, conforma una pelota indiferenciada de hablantes que prescinde de los guiones del diálogo para dar cuenta del estado general en el que se mueve el protagonista. Más de una vez el lector deberá volver párrafos atrás para ver qué personaje dijo eso que se acaba de leer. En otras oportunidades, recién en el capítulo siguiente se termina de entender de qué se estaba hablando. Nunca deja de ser apasionante. El efecto es espejo de lo que ocurre en la historia que se cuenta, ese muchacho asesinado en las primeras páginas puede haber sido ultimado por casi cualquiera de todos los personajes que lo rodean. Pero también casi cualquiera de ellos puede ser la próxima víctima. Y más de uno lo será.
Una novela anterior de Mendoza –Efecto Tequila– es casi inconseguible en la Argentina, pese a que parte de la acción transcurre en una Buenos Aires de crisis. Ésta parece una buena oportunidad para una reedición, en la que sería de agradecer además un glosario explicativo de términos del argot mexicano que, si bien no dificultan la lectura, no la hacen totalmente amable. Y es una pena, porque Élmer Mendoza no habla sólo de México. Es tan latinoamericano que lastima. Y merece ser leído en la Argentina.
Así escribe
“El hombre de su vida, el único al que una mujer decente tiene derecho a matar”
Al bajar de su carro frente a la entrada nunca vio una camioneta de vidrios ahumados estacionada a unos metros de ella y cuyo parabrisas, empapado, cubría perfectamente al conductor. ¿Indecisa? Ni lo piensen. Aunque sentía la cicatriz de ciertos besos, ejercía resuelta el aplomo de su hermosura. (…)
Abrió la puerta azul con su llave. Casa tipo americano, de dos aguas, barrio de clase media. En la calle la camioneta de un vecino se alejó despacio, otro encendió la suya. El chirrido de la puerta al cerrrarse debía recordarle algo pero no ocurrió. De su bolso extrajo una escuadra negra. Serían alrededor de las seis de la mañana y Bruno Canizales no tardaría en levantarse para ir a correr, el infame traidor, el “me jodo en todo y me importa un comino, un bledo lo que sea”. Ah, exhaló ella. (…)
Cortó cartucho y siguió por el pasillo. Tragaluz. La puerta abierta del estudio no le llamó la atención. La habitación de las visitas cerrradas. Al fondo de la recámara del licenciado Bruno Canizales, el hombre de su vida, que es al único al que una mujer decente tiene derecho a matar sin remordimientos. Se aproximó a la puerta de donde pendía un adorno de palma bendita. Silencio. Abrió con cuidado. Es tu hora desgraciado. Penumbras. Agresiva fragancia. Se inquietó, no le gustó la postura del cuerpo sobre la cama desordenada, encima de las sábanas, atravesado. ¿Duermes, maldito perjuro, después de una noche de sexo desbocado? Apuntándole se acercó a la lámpara pero no la encendió. No lo necesitaba para advertir que Bruno estaba muerto.
Se sentó en el piso con la pistola entre las piernas y comenzó a llorar. Me hubiera casado contigo sólo para estar juntos; cara de ángel, hubiera prometido amarte y respetarte hasta los últimos días de mi vida, en la salud y en la enfermedad, en lo… y en lo adverso. Díos mío, todas las cosas se pueden falsificar menos el amor. A su lado los zapatos. Se rascó la mano izquierda con el cañón de la Beretta. Me va a llegar dinero, masculló, luego le colocó el seguro, la guardó en el bolso y se puso de pie. Contempló el cadáver con ropa de calle sobre las sábanas revueltas, el rostro pálido, afeitado.”